“Entro y salgo de mis cuadros, buscando algo que no siempre encuentro.
Igual que en el mar, lo habitual es bajar y no encontrar nada. Pintar
es, casi siempre, hacer cosas en vano”,
“La verdad es que no soy un nostálgico.
Tengo muchos vicios, pero ese todavía no”.
“En realidad
siempre pinto lo mismo, aunque a veces no lo parezca. Supongo que es
así, fatalmente, para cualquier artista”, desestima. “Lo que es cierto
es que la ligereza siempre es un afán para mí, en todos los ámbitos. Si
mis cuadros han sido pesados alguna vez, ha sido a mi pesar. Aspiro a
tener relaciones menos tensas con el mundo. A olisquear las cosas, en
lugar de devorarlas”.
África le cambió la vida: “Fue como hacer un reset
de todo”. Pero hace cuatro años que no puede pisar el país africano,
donde se compró una casa y congenió con la etnia dogón, fascinado por su
religión animista. “Uno corre el peligro de que lo rapten o lo maten.
Pero no me voy a quejar, porque peor lo tienen ellos”, responde.
En un rincón del taller se distingue un cuadro de su hija, que está
terminando Bellas Artes. “Tiene un mundo muy suyo y siempre ha pintado. A
mí me horrorizaba que lo hiciera, pero no supe cómo disuadirla. Lo
intenté regalándole cámaras de fotos, pero no hubo manera”, confiesa.
“Esta es una vida jodida y uno no quiere que sus hijos sufran, sino que
sean felices. Y lo normal cuando uno pinta es pasar muchas horas
infelices”.
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